Alejandro Jodorowsky En sus propias palabras

Por Daniel Centeno

 

Toda época ha tenido un charlatán o un ilusionista. Rasputín fue para la dinastía Romanov luz, augurio y esperanza. Por medio de la hipnosis, la sanación y algún oficio de sátiro fue elevado al pedestal de un dios privado y exclusivo. Lamentablemente, la historia desatendió todos sus pronósticos cuando la razón también llegó muy tarde para sus fieles.

Con Alejandro Jodorowsky Prullansky (Chile, 1929) cuesta no caer en estas odiosas comparaciones. El personaje parece haber probado el absoluto. Su currículo es como para atascar la memoria virtual de una computadora: escritor, filósofo, dramaturgo, actor, poeta, creador de movimientos artísticos, director de cine, guionista de historietas, instructor de tarot, chamán y psicomago.

La última habilidad es la que en la actualidad lo tiene más ocupado. La creó él mismo, sin ayuda, y nadie sabe muy bien de qué trata. Cuando habla o escribe sobre ella, abundan las penumbras. Quizás allí reside su éxito. Jodorowsky proclama que tan sólo él, su hijo Cristóbal y su esposa Mariana Costa son las únicas personas en el universo con autoridad para aplicar esta técnica de sanación espiritual, capaz de resolver conflictos interiores, bajo una mezcla de chamanismo, tarotismo, psicoanálisis, filosofía oriental, misticismo, culturas antiguas —en general—, reencarnación, gnosticismo, Nueva Era y el efecto patético del teatro.

—¿Para qué seguir esta entrevista, si me estás preguntando todo lo que sale en mis libros? Allí están las respuestas —suelta Jodorowsky, un poco malgeniado, a los cinco minutos del encuentro y con ganas de incorporarse de su asiento.

En ese momento aparece una mujer de unos cuarenta años, quien se le acerca con actitud de fanática new age. Alejandro sonríe.

—Perdone que los interrumpa —dice la señora con la emoción a flor de piel—, pero no puedo irme sin felicitarlo por todo lo que ha hecho por mí, por las enseñanzas en sus libros... Lo admiro, y mire cómo es el mundo. Quería decirle todo esto y no sabía cómo. Hasta que me encontré este regalito en el bar, exactamente a mi lado y se lo obsequio con todo cariño porque es una señal que tiene que significar algo.

La mujer le extiende una pequeña libélula de fantasía, un poco desvencijada y con un ala rota. Jodorowsky la coge con mucha cortesía. Y su admiradora se va desbordada de dicha. Después examina el golpeado adornito, con un poco de aburrimiento y dice con picardía e incomodidad:

—¡Mira lo que me regalaron!...

Ríe y la entrevista se endereza.


Sin palabras
Todo lo de Jodorowsky tiene el tufo de lo ceremonial. Sus biografías arrancan cuando cumple 24 años y decide dos cosas trascendentales: quemar todas sus fotos y salir de su país de nacimiento.

«Yo tenía un grupo de pantomima y títeres en Chile —comenta con suficiencia—. Poseía mucho público y me consideraba un tipo genial. Desde entonces pensaba en términos de viñetas. Cuando llegué a Francia estudié con el maestro de Marceau, Étienne Decroux. Había pisado suelo galo y todavía no estaba Marcel, se encontraba de gira. Así que me formé con su tutor mientras lo esperaba a él. Cuando llegó, y me admitió en su compañía, me humilló. Me dio un papelito de un ciego y luego el de un matón de un bar, al que le pegaban un puñetazo y toda la compañía pasaba sobre él. Me pagaba tres dólares diarios, me trató muy mal. Yo era una superestrella en Chile y bajé del todo a la nada. Pero le aguanté sus cosas y fui subiendo. Y cuando hizo la gira, ya éramos tres con Marceau. Yo llegué al máximo que se podía llegar con él: a sostener los letreros. Lo hacía tan bien que me aplaudían, y me dije: “Esto no es para mí. Yo no puedo estar sosteniéndole los letreros a alguien. Tampoco puedo llegar a viejo, de blanco, con la cara llena de arrugas, siendo un payaso. No es para mí, lo mío es escribir pantomima”. Y eso hice. Marceu dijo que sólo dos personas han escrito para él: Un muerto y un vivo. El muerto es Gogol y el vivo soy yo».

Jodorowsky toma un respiro. Está seguro de sí mismo y, con esa actitud, retoma una historia que quiere dejar en claro.

«No quería entrar a la escuela de Marceu, quería derrocarlo. Nunca fue mi maestro. Cuando llegué a trabajar con él me di cuenta de cosas que me gustaban y cosas que no. Por eso empecé a ponerle nota, del 1 al 7. Un día Marcel las vio, se molestó mucho y me dijo: “¿Quién eres tú? En Chile te conocen, aquí no eres nadie”. Luego me corrió de su compañía. Yo no me dejé, porque soy muy perseverante, y le dije: “Mira, yo tengo talento, pruébame y verás que te puedo servir”. Lo hizo y me acogió nuevamente. Allí yo vi quién era Marceau, y me di cuenta de que era el mimo más genial que pudiera existir. Nació mimo. En eso era mejor que yo, pero yo era mucho más inteligente. Entonces, noté que sus pantomimas eran muy cómicas, chaplinescas, pero sin un contenido metafísico. Así que le escribí El fabricante de máscaras, La jaula, El devorador de corazones. Le encantaron y todavía las monta. Eso relanzó su carrera y yo me hice escritor. Quedamos muy amigos. Cuando él quiere renovar una o dos pantomimas, siempre me llama y yo se las escribo. El hombre es un genio; yo soy ingenioso. Gano mis derechos de autor, que no son muchos. Dan para una buena cena por mes, que me la paga Marceu. Así que llevo treinta años teniendo mi cena por un mes».


Ataque de pánico
«Yo soy y no chileno. Soy un ciudadano del universo. Es muy chico ser ciudadano del mundo», comenta antes de detenerse en otra de sus ocurrencias: el grupo Pánico. El movimiento fue un colectivo creado en el París de 1962 por el dramaturgo español Fernando Arrabal, el pintor francés Roland Topor y el mismo Jodorowsky. De nombre deudor al dios Pan, y con enormes influencias del surrealismo, fue disuelto por el aprendiz de mimo en 1973.

«No profeso lo que dicen Arrabal ni Topor, porque cuando hicimos el grupo Pánico no era algo ideológico, sino una actitud de rebeldía en la que queríamos ir más lejos que los otros colectivos. Cada cual iba en su línea. El surrealismo era el gran movimiento artístico del siglo y lo adorábamos, pero André Breton ya era un Papa y echaba a la gente que no le gustaba. Nosotros dijimos que en el Pánico entraba todo lo que no quería el surrealismo. Aceptamos el rock, el videoclip, la pornografía, la pintura abstracta, todo lo que Breton no quería. Al final, se transformó en un grupo político-literario. Fue muy maravilloso. Ahora cuando me fotografían con Arrabal, y antes con Topor, no es que sea una comunión de ideas sino una de intenciones: de romper con lo establecido».

Los tipos de Pánico hicieron algunas cosas. La mayoría de éstas suelen levitar en las atmósferas del mito y la leyenda. Lo que más se ha documentado fueron sus esfuerzos por contar con Salvador Dalí en sus ocurrencias, las obras tardías que presentaron en teatro, una que otra historieta o libro desperdigado y algunas piezas cinematográficas.

«Yo quería que actuara Dalí en una de mis películas, y el tipo me probó. Me puso una adivinanza: “Yo iba mucho con Picasso por la playa, un día paramos y encontrábamos un reloj. ¿Usted ha encontrado muchos relojes?” Me lo preguntó delante de mucha gente. Era un problema porque, si decía que había encontrado muchos relojes, era un vanidoso que me ponía a su altura; y si decía que no, era un estúpido. Así que me salió esta respuesta sola, gracias a mis años de entrenamiento con mi maestro zen: “Mire, no he encontrado ningún reloj, pero he perdido muchos”. Entonces, Dalí me dijo: “Bueno, voy a trabajar contigo, pero a cien mil dólares la hora. Quiero ser el actor mejor pagado del mundo”. Y yo le dije: “Muy bien, necesito su nombre y le hago el contrato por una hora”. Entonces, tuve a Dalí por cien mil dólares que no era nada. Muchos querían contar con Salvador y militar en sus filas. Octavio Paz, por ejemplo, no era surrealista y nunca lo admiré como poeta. Cuando habla de budismo, no sabe de eso, no fue iniciado, no es mago, no es nada. Es un diplomático. Entiendo que Dalí lo torturara. Yo vi cómo lo hizo con Pasolini. Él quería que Dalí le diera El gran masturbador gratis para los afiches de su película Saló. Dalí estaba en un restaurante comiendo camarones de agua dulce, entonces, Pasolini le decía: “Deme el cuadro”, y el otro le respondía: “Cien mil dólares”, y le metía un camarón en la boca. Entonces, Pasolini volvía: “Deme el cuadro, no tengo dinero”, y el otro con sus camarones. Así estuvieron como una hora entre camarones, y Dalí nunca le dio el cuadro», ríe al evocar la anécdota. 



Vida de carteles
Al hablar de cine, el nombre de Alejandro Jodorowsky cobra otro tamiz. Autor de culto, con una propuesta rompedora, llena de elementos esotéricos y pinceladas surrealistas, ha calado con comodidad en un público más afín a la cultura pop. Protegido por admiradores tan dispares como John Lennon y Marilyn Manson, sus inicios no fueron nada idílicos. Su primera película, Fando y Lis, adaptación de la obra homónima de Fernando Arrabal, fue proyectada en 1967 en el Festival de Acapulco, de donde su director salió disparado ante un intento de linchamiento. Cuentan los entendidos que, en medio de tanta indignación, el Indio Fernández sacó su pistola para pegarle unos cuantos tiros entre ceja y ceja. De más está decir que el instinto de conservación de Jodorowsky fue más rápido que cualquier bala.

Con su segunda incursión cinematográfica las cosas mejoraron. El topo se transformó en un western de culto, atípico, y que le dio un reconocimiento internacional que todavía persiste. La prueba más fehaciente la cuenta sin rubor: Una vez vio un video inspirado en otro de sus filmes, La montaña sagrada. El artista respondía al nombre de Marilyn Manson. Aunque no entendió la música del hombre, le encantó su personalidad. Incluso fantaseó en él como un actor acorde con su propuesta artística.

«A los quince días suena el teléfono y es él —comenta con una enorme sonrisa—. Me dijo que era admirador de mis películas, que había logrado conseguir mi teléfono y que quería actuar conmigo. Después me invitó a un concierto en Irlanda, otro en París, nos vimos en Los Ángeles y nos hicimos amigos. Dice que soy su mentor, su guía espiritual en el cine. Fue un regalo para mí, porque los jóvenes lo supieron al instante. Cuando fui a México a firmar libros, tenía una cola de niños de trece años con la cara de Manson en sus franelas. Fue un regalo del cielo. Me hizo popular entre los jóvenes… Creo que eso pasa porque mis películas son atemporales. La razón fue que nunca usé cosas de la realidad. La última se llamaría Los hijos de El Topo. No es la continuación, pero son los hijos que llegan a una zona llamada Abelcaín y se funden en uno solo. La época de El Topo era la del padre, ahora estamos en la de la guerra entre los hijos, los palestinos pelean contra los judíos, en Yugoslavia es igual. Ahora todo es un problema entre hermanos. Manson va a actuar conmigo, porque parece que la película se va hacer. Para realizar Santa sangre tuve que batirme seis años hasta que lo logré. Hace más de una década que no hago una película. Es probable que ésta sí salga».

Cuando habla de esos largos paréntesis entre proyectos, sabe a lo que se refiere. Su cine suele toparse con innumerables obstáculos para su realización. Sin embargo, estos hiatos han sido beneficiosos en el campo del cómic, en donde terminó vertiendo su universo de metafísica y ciencia ficción, bajo las intocables viñetas de El Incal y la Casta de los Metabarones, dibujadas por Moebius y Juan Giménez, respectivamente.

«Comencé a hacer guiones para cómics empujado por la miseria —zanja sin rubor—. Yo estaba realizando una película llamada Tusk, el productor era un estafador que se declaró en quiebra y no me pagó. De pronto me quedé sin nada. Luego me puse a escribir un guión para la cinta Dune, que tampoco se hizo y que terminó por dirigir David Lynch. Entonces me cansé del cine, me di cuenta de que no tenía productores y un artista no debería tenerlos, más bien, necesita crear su propia empresa. ¿Entonces qué me quedaba para ganarme la vida? La imaginación. ¿Dónde puedo aplicarla? Y me acordé que era amigo de Moebius y de otros dibujantes que trabajaron en el proyecto de Dune. Así que pensé: fracasar no existe; existe cambiar de camino. Lo que no pude hacer en cine lo voy hacer en cómic, me dije. Y así empezó todo. Cada vez que fracaso, cambio de ruta. En ese medio expresé todo lo que no pude en el cine. Ahora mismo estoy haciendo un western que se llama Bouncer. Estos eran los porteros de los bares, los que echaban a los borrachos del far west. El mío es un manco que trabaja en una cantina llamada El infierno. Son historias muy shakesperianas. Ese cómic tiene muchísimo éxito en Francia, más que todo lo que haya hecho antes. Incluso vende más que El Incal».



Un poco de zen
Es momento de volver al inicio de todo esto. Ahora Alejandro Jodorowsky es psicomago y tiene una libélula en la mano. Desde hace algunos años vive en Vincennes, cerca de París, donde lee el Tarot e imparte conferencias sobre sus teorías en el café Le Téméraire del Boulevard Daumesnil. Cuando sale de su país de residencia, suele causar revuelo entre la gente mayor, ansiosa de sanaciones y por saber su futuro, y entre los jóvenes que aún esperan escuchar sus vivencias en el cine, algunos adelantos sobre las historietas que hornea, su coqueteo con el chamanismo, el poder del peyote y las anécdotas que guarda de Carlos Castaneda.


«Nada de lo mío viene de la cabeza, es desde la propia experiencia. Empecé con un pequeño conceptito, porque la gente le gustaba que le leyera el Tarot. El mío es como un test psicológico. Yo le decía: “Éste es tu trauma. Estás enamorada de tu padre, ¿y ahora qué haces?” Entonces, me puse a pensar que, a diferencia del psicoanálisis, no es ninguna solución saber lo que te pasa sin siquiera intentar remediarlo. Así que, poco a poco, empecé a dar consejos de psicomagia, luego escribí el libro homónimo. Después vino La danza de la realidad en donde todo está más desarrollado. Cuando fui a Bilbao había mil personas esperándome. ¿Por qué? Porque es útil, si no, no viniera tanta gente. Es un psicoanálisis rápido. No lo elimina, pero economiza años. Es decir, en lugar de estar cinco años allí, con un consejo de psicomagia te ahorras dos. Yo intento curar problemas más simples: “Dejé de fumar pero todavía tengo ganas; se murió mi hijo, cómo me consuelo; me enamoré de un hombre que se fue y quedé amarrada”».

Ahora su postura dista mucho de la de sus inicios. Podría resumirse en una sola frase: el arte tiene que servir para curar. El riesgo que corre como persona parece tenerlo más que claro: ser confundido como otro apóstol de la autoayuda, un loco, un oportunista, un vendedor de humo.

«Me gusta que un escritor haga un libro para ser útil —suelta a manera de defensa—. No de autoayuda, porque eso es una porquería, nada del ratón que se comió un queso... ¿Si es difícil ser útil sin caer en lo cursi de Coelho? Él es kitsch. ¿Por qué se vende tanto la autoayuda? La verdadera necesidad de la gente es que está cansada de la literatura, en donde el autor expresa su ego, su angustia, su desesperación, su culo... ¿Para qué leer esto? ¿Para entretenerse un poco? Mejor ver la tele o ir al cine. Déjame un libro en el que sea útil. Si no lo soy, para qué escribo. Esa es la diferencia que tengo con Arrabal. Lo quiero mucho, es mi gran amigo, el último que me va quedando, pero él lo que quiere es ser admirado. Va a contar cosas de matemáticas, de ajedrez, con las que te quedas pasmado porque no entiendes. Lo aplaudes y lo admiras, pero no te sirve. Igual era Castaneda. Yo no me puedo tirar en un precipicio y volar, no me puedo convertir en perro, no puedo transformarme en estrella... De qué me sirve que me lo cuenten, si no lo puedo hacer. Lo imposible no me interesa, ni tampoco que me quieran. Busco ser útil. El arte o es útil o no vale la pena».

Todavía tiene la libélula en la mano. Cuenta algunos casos antológicos, mientras la mueve entre sus dedos. Habla de un libro que tiene en preparación sobre unas conversaciones que sostuvo dos años seguidos con un maestro zen. También aprovecha para acotar que incluirá cinco enseñanzas con mujeres sabias que lo orientaron tanto como el mejor maestro masculino.

«He ayudado a mucha gente. Incluso logré que mi amigo Camuel volviera a ser maestro de Tarot. Fue una de las curas por las que estoy más contento... Los males de amor son muy complicados. Tuve que inventar el psicochamanismo, porque estos, los duelos y las pérdidas de territorio son los más duros. Y eso derivó en la psicogenealogía que también he creado. ¿Tú estás enamorado? ¿Quieres que te aconseje? —pregunta, en plan cómplice, mientras señala al aparato—: Entonces, apaga el grabador y escucha con atención lo que te voy a decir porque eso no se puede publicar».


El Escorial
2002




 (Del libro Retratos hablados, Colección Debate, Random House Mondadori, 2010)

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